Cartas desde Copenhague
Como todos los años, marzo llega con sus promesas de primavera. Para quienes sufrimos algún tipo de alergia, dichas promesas nos dan escalofríos. A mí, la primavera me produce un estado de insomnio y pesadez mental y física perenne. Si pudiera, me metería en una cueva y dormiría todo el tiempo que le lleva a la naturaleza y a sus múltiples arbustos sacudirse el invierno de encima. Una fiesta de polen a la que no soy nada aficionada. Pero no está la cosa para echarse una siesta. Los vientos de marzo están trayendo cosas muy interesantes y, si pestañeas, te pierdes la gala de los Óscar (¿ya se ha terminado?), el carnaval de Ourense y la vorágine de ver a Trump bolígrafo en mano firmando leyes abyectas sin parar (…). Hoy en día, te despistas dos segundos y cuando te das cuenta ya han sacado a tu género y a la crisis climática del diccionario.
¿Magia? No. Neofascistas del siglo XXI. Haberlos, hailos.
Antes de que sea legal que alguien nos azote por nombrar vocablos indispensables para la financiación necesaria para luchar contra muchos tipos de precariedad, me gustaría rendir tributo a algunas de las palabras que sirvieron (y sirven) de cimiento para definir la sociedad y trabajar en una idea de la misma más justa, segura y avanzada. Por ejemplo, hasta ayer mismo se escribían tesis doctorales sobre el concepto de etnicidad. Pues bien, hoy ya no perteneces a una etnia. Eres persona. Y punto. Imagino que piensan que esto conseguirá atajar muchos problemas causados por la diversidad, otra palabra que refleja la realidad sobre la que se fundan casi todas las naciones del mundo actual. Pues, a partir de ahora, diferencias las justas. O mejor aún. Ninguna. ¿Que te sientes excluido por tu color de piel o por tu género? Imaginaciones tuyas. ¿El Estado discrimina? Saca la motosierra. ¿Pero qué locura woke es esta? Mujer, se acabó la fiesta. ¿Os suena?
La lista de vocablos proscritos sigue creciendo. Cada eliminación es una estocada mortal a la tolerancia y la libertad. Parece que la cuadrilla que lidera uno de los países más poderosos del mundo está fuertemente inspirada por los talibanes, a los que hace unos días combatía con todo su tufo de superioridad occidental. Tú y yo nos vemos obligadas a asistir, estupefactas, a la dolorosa muerte del sentido común. Y este tipo de virus también se contagia facilmente. Así, observamos horrorizadas cómo coquetean con la idea de revocar el derecho al divorcio, al aborto y, si siguen así, hasta el derecho a la educación y al voto. Dales tiempo. Y al ritmo que van, no mucho.
Hay que tener muy poca vergüenza para echarle la culpa de todos los males del siglo al feminismo. Pero alguien tiene que pagar los platos rotos del patriarcado y del capitalismo salvaje. ¿Que la capa de ozono se va al carajo, provocando precipitaciones e incendios forestales de magnitudes catastróficas, además de desplazamientos masivos debido a sequías y hambrunas? Todo culpa de Greta Thunberg. Está clarísimo. Pon el foco ahí y échate a dormir, Paco.
¿Aún tienes ganas de siesta? No me extraña, con lo agotador que es todo esto. De siesta y de un año entero de descanso y relajación a lo Ottessa Moshfegh. Pero espera. Vamos a darle una vuelta. Da pereza, pero es necesario. La obsesión por silenciar o invisibilizar está tomando un cariz universal. Y si confías en que el sentido común terminará por triunfar, siento decirte que va a hacer falta mucho más que tu esperanza en la mano invisible de la cordura para revocar esta moda que nos vende como avance la supresión de luchas sociales. ¿Resultado de esta supresión? El resurgir del mito de sociedades ordenadas y pacíficas a costa de derechos fundamentales. Porque esa idea de sociedad en las que no hay que lidiar constantemente con la diversidad, solo puede terminar en la desoladora imagen de unos señores borrando a taladro limpio la memoria de que el sistema solo será mejor cuando luche, incluya y proteja los derechos de todas las minorías.
Podemos dormir y soñar que todo habrá terminado cuando despertemos, o… se admiten sugerencias.
Raquel Sertaje