La trampa de la abundancia y el agotamiento global

Cartas desde Copenhague

Esta mañana, nada más llegar a la oficina y antes de darle un sorbo a mi cortado, leí una frase que me sacudió: “Epidemia de moral baja en todo el mundo”. Así rezaba el titular de una newsletter escrita por un tal Pete, a la que estoy suscrita desde hace meses.

Lo curioso es que esa misma frase la había dicho yo —con otras palabras— minutos antes, en un mensaje de voz a una amiga. Mientras trataba de adelantar una bici de Christiania en la única cuesta que hay en todo Copenhague, le comentaba esa sensación generalizada de agotamiento emocional que parece haberse instalado en nuestro día a día.

¿A qué se debe esta fatiga vital que afecta a millones de personas en todo el planeta?

Durante años nos repitieron que “si quieres, puedes”. Que el esfuerzo individual era la clave para el éxito. Pero la realidad empieza a mostrarse con otra cara: por más que queramos, los ceros no se multiplican mágicamente en nuestra cuenta corriente. El abra cadabra de Lady Gaga no aplica aquí. Y lo que es peor, hemos interiorizado que si no lo logramos, es por falta de voluntad. La culpa —otra vez— recae sobre nuestros hombros.

Me niego a seguir ese juego. ¿Cómo vas a ser tú responsable de que un giro político al otro lado del mundo haya recortado las becas de las que dependía tu sueldo? ¿De verdad tenemos que cargar con el hundimiento de la bolsa sin haber pisado una facultad de Economía? ¿Vamos a resolver la crisis climática reciclando cuatro latas?

La cultura del individuo todopoderoso nos está pasando factura. No somos Zeus. Pero tampoco estamos indefensos. Las soluciones —las de verdad— solo pueden nacer de lo colectivo: del diálogo, del conflicto transformador, del entendimiento entre opuestos. Sin embargo, en una sociedad obsesionada con el yo, construir comunidad se vuelve cada vez más difícil.

Vivimos una época de radicalización personal y de endiosamiento de lo absurdo. Nos atrincheramos en certezas que no se pueden discutir, y abandonamos la posibilidad de persuadir sin imponer. Esa lógica binaria —o estás conmigo o estás contra mí— ha contaminado incluso la forma en que debatimos en redes sociales.

Hace poco, un desconocido me escribió por Instagram para acusar al feminismo de causar el aumento de las violaciones y la radicalización del islam en Europa. Acto seguido, me recomendó que leyera un libro para “abrir los ojos”. Imponen sabiduría y aplican censura. Una combinación peligrosa.

Pero fíjate tú que le hice caso. No a él, por supuesto. Sino a esa necesidad de leer más, pensar mejor y encontrar sentido en medio del ruido. Buscando un poco de oxígeno, me refugié en la voz política de Chantal Mouffe y en la maravillosa narrativa de Annie Ernaux. Ambas me recuerdan que otro mundo es posible. Que existen alternativas a esta abundancia precaria en la que vivimos.

Porque sí, abundancia hay, pero construida sobre desigualdad, sobre explotación, sobre deuda ecológica y emocional. Y eso no es sostenibilidad, es agotamiento maquillado. Ernaux retrata en sus novelas la vida de generaciones que, con menos, se conformaban con más: un coche familiar, unos zapatos de domingo, pan de ayer, marisco en comuniones. No se trata de romantizar la escasez, sino de cuestionar el estilo de vida que llevamos sin apenas pensarlo.

Nuestra generación heredó una sociedad que fue fruto de luchas colectivas, pero estamos fracasando en reimaginarla. Mantenemos a flote un sistema que no creemos, solo porque no sabemos cómo bajarnos del barco. Como dice Mouffe, necesitamos una meta, una narrativa, unos principios comunes. Sin eso, lo único que nos espera es el cansancio eterno.

Raquel Sertaje